MAESO: UN OFICIO PARA EL RECUERDO

 

 

Alfacar es un pueblo de gran tradición panadera. Una tradición que se remonta al S XVI. Los modernos hornos, en los que actualmente se cuece el pan poco, o casi nada, tienen que ver con los antiguos hornos morunos. Aquellas vetustas tahonas han sido sustituidas por modernos obradores en los que los artesones, si es que aún queda alguno, han perdido su primitiva utilidad. Los antiguos útiles son piezas de museo. La elaboración del pan ha dejado de ser artesanal, aunque conserva su esencia en cuanto al uso de ingredientes y materias primas.

 

Son muchos los factores que influyen en la elaboración de un buen pan. Por una parte, el factor humano, la técnica empleada, por otra, la calidad de la harina, el agua, el clima, la humedad, la temperatura…  En su fabricación participaba el panadero, propiamente dicho, que elaboraba la masa y confeccionaba las diferentes piezas y el maeso, llamado también cocedor, maestro de pala o maestro hornero. Hoy en día los propios panaderos cuecen su propio pan. Hasta hace unas décadas este papel correspondía exclusivamente al maeso.

 

Del maestro de pala dependía, en gran medida, la calidad del pan. Las funciones que realizaba eran variadas. En los llamados hornos morunos, los más antiguos, de los que ya solamente quedan gloriosos vestigios, testigos de otra época y de una diferente forma de trabajar, el maeso era figura clave, en torno al cual giraba todo el trabajo de la tahona. En Alfacar existían muchos panaderos y contados hornos. Cada horno contaba con su propio maeso que podía ser el propietario o, generalmente, un empleado de éste. Poco a poco, los propios panaderos fueron convirtiéndose en cocedores del pan que amasaban, con lo que la figura del maestro de pala se fue diluyendo hasta desaparecer y quedar en el olvido.

 

Los hornos morunos contaban con una sola boquilla que, además de para meter y sacar el pan, servía para calentar el horno, es decir, para echar la calda. El horno estaba constituido por una bóveda en forma de casquete esférico, fabricada de ladrillo refractario y un suelo construido con losas resistentes al calor. Por la boquilla el maestro hornero introducía la leña, generalmente ramas de pino o retama que guardaba en la leñera. Los balderos con sus reatas de mulos o burros eran los encargados de suministrar a cada horno la leña necesaria, que solían transportar desde la Alfaguara, procedente de las talas de los pinos. Cuando había suficiente leña en su interior, se prendía fuego. Había que esperar a que se consumiesen las llamas. El paso siguiente consistía en recoger las ascuas y apilarlas a un lado con un largo palo. Después se utilizaban los barredores para dejar limpio el suelo del horno. En un extremo de una larga y gruesa vara se ataban trozos de tela, previamente humedecidos, que hacían de escoba. La experiencia le indicaba al maeso si el horno había alcanzado la suficiente temperatura para proceder a la cocción. Diferentes detalles indicaban que el horno estaba en su punto, como, por ejemplo, observar el color que adquiría la bóveda. Si el horno no tenía la temperatura adecuada el pan podía salir quemado o, por el contrario, excesivamente crudo. De su buen hacer, y de una buena cocción dependía la calidad del producto.

 

Mientras ardía la calda se solían hacer las sollás. Se cogía un trozo de masa, se extendía de forma parecida a como actualmente hacen las pizzas y se colocaban a la entrada de la boquilla. La masa se untaba con aceite y se le añadía sal o azúcar, según el gusto. Lo más parecido son las saladillas actuales. Como el calor era intenso salían asollamadas, de ahí el nombre.

 

En los hornos en los que amasaban varios panaderos su labor era fundamental. Un retraso podía afectar al trabajo de los demás. Debían coordinar y controlar los tiempos de que disponía cada uno. Mientras cocía el pan a un panadero, otro iba elaborando el amasijo. Su trabajo era fundamentalmente nocturno y solían echar varias caldas a lo largo de la noche y parte de la mañana.

 

Cuando el último panadero del día preparaba su carga y se marchaba a repartir, a diario solían ir a amasar las llamadas caseras. Eran mujeres, amas de casa, o mozas, como se denominaba entonces a las empleadas de hogar, que realizaban su propio amasijo. Lo almacenaban en alacenas o en orzas y solía durar varias semanas.

 

Era éste un trabajo duro en el que pasaba horas pegado a la boquilla del horno, tanto en invierno como en verano, con muchas horas diarias a su espalda, pendiente de todos los detalles, con gran responsabilidad y siendo, en muchas ocasiones el blanco de las críticas por una deficiente cocción o por un amasijo mal realizado o sin la fermentación suficiente.

 

Con el paso del tiempo los hornos se fueron modernizando. Aparecieron los de doble boquilla, donde la leña no se metía por la boquilla principal. Ya no eran necesarias las caldas y la leña que se utilizaba era de mayor consistencia y poder calorífico como troncos de olivo o de encina. Más adelante surgieron los hornos giratorios. La leña fue sustituida por el gas oil o la electricidad… hasta llegar a los actuales, todos mecanizados y programables.

 

En Alfacar existieron muchos maesos, maestros de pala, maestros horneros o cocedores. Miembros de una misma familia se dedicaban a este trabajo. Padres, hijos, hermanos… Eran muy conocidas en el pueblo las familias de los “Cocíos”, los “Sarmientos”, “los Coloraos” y los “Pachecos” …

 

A estos últimos quiero referirme de forma especial por ser parte de mi familia paterna. Mi abuelo Gregorio, el Pacheco, sus hijos Gregorio, Evaristo, Joaquín y Valeriano se dedicaron a este sufrido oficio. Durante unos cuarenta años mi abuelo regentó el horno de la plaza. Pagaba un alquiler a su dueño, José Vélez. Por desavenencias con el propietario, lo dejó, y fue adquirido por Adolfo Rojas. Construyó el suyo propio en la calle Molinos. Funcionó durante unos años, su vida fue efímera, hasta la jubilación del abuelo. Recuerdo, muy vagamente, en mi primera infancia, ver a gente amasando allí. Tal vez sea un sueño. Allí viví algunos años, hasta la adolescencia, y parte de mis juegos y fantasías infantiles transcurrieron entre abandonados artesones, tablas, la gran mesa donde se hacía el amasijo y la capilla. A mi tío Gregorio, al que también llamaban Pacheco, lo recuerdo perfectamente haciendo su trabajo en el horno de Adolfo, en la Plaza de la Iglesia. A mis otros tíos no los llegué a ver trabajar, ya que se marcharon a Granada. Sirvan estas palabras de emotivo homenaje y recuerdo a esta gran familia. Grande en todos los sentidos. Orgulloso de que me llamen Pacheco a mí también.

 

Un recuerdo para Gabriel Vílchez, de los Cocíos. He visto trabajar a tres generaciones de esa familia con el mismo nombre. A su hermano Antonio, a Hilario Baena, … De otros maesos me acuerdo vagamente.

 

Antes de los mencionados, hubo otras generaciones, hombres que con su trabajo contribuyeron a que el pan de Alfacar haya alcanzado a través de los siglos el lugar que ocupa en la actualidad. Al César lo que es del César…

 

 

 

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Comentarios: 1
  • #1

    Socorro Hita (viernes, 09 marzo 2018 18:39)

    Mi más sincera enhorabuena por tu blog y en especial por este precioso artículo, homenaje a los maesos de ALFACAR.; lo utilizaré en mis clases de Recursos Turísticos como ejemplo de interpretación de los recursos etnográficos.
    Las fotografías antiguas son una joya y me ha encantado volver a ver a tu madre, de la que conservo un bello recuerdo.
    Saludos,
    Socorro Hita