LA QUEMA DEL CAPACHO

 

LA QUEMA DEL CAPACHO.

 

 

 

En una de las plazuelas del pueblo hay esta tarde una actividad fuera de lo normal. Los vecinos, especialmente la chiquillería, se mueven con impaciencia y nerviosismo. Está anocheciendo. En el centro de la pequeña plaza se apila el capacho. Pronto arderá, pasto de las llamas, y contribuirá a alegrar y calentar la fría noche de invierno.
Durante la tarde los chaveas del barrio hemos visitado a los vecinos para que aporten algunas panochas roseteras y un chorreón de aceite para llenar la alcuza, con objeto de preparar rosetas al calor de las ascuas. Una sartén, unas trébedes y una tapadera constituyen el material culinario. Los ingredientes son escasos: un buen chorro de aceite en la sartén, unos puñados de maíz rosetero y algo de sal. Una vez tapada, la sartén se pone al fuego y a esperar a que comiencen a saltar las sabrosas palomitas de maíz, con el peculiar ruido que producen los granos al explotar por acción del calor. Terminado el tostoneo se vacía el contenido en una gran fuente o lebrillo y... comienza el jolgorio infantil. Carreras, empujones, prisas por alcanzar uno o dos puñados de las sabrosas rosetas y con algo de suerte un vaso de gaseosa.
Al calor del rescoldo, los mayores hablan entre ellos, por sus manos circula una botella de mosto y un pequeño vaso. Cuando las últimas ascuas se han consumido, la fiesta se da por terminada y cada cual regresa a su casa. Un año más se ha cumplido con la tradición, allá por San Antón, en los días previos a la fiesta del patrón San Sebastián. Por varias placetas del pueblo se ha repetido el mismo ritual. Noche de fuego invernal, como en tantos otros lugares, con sus variantes características.
Esta escena, vivida allá por los años sesenta del pasado siglo, poco difiere a la que se vive en la actualidad. Es la quema del capacho. Antigua tradición alfacareña donde antiguamente se quemaban los viejos e inservibles capachos que habían servido para el transporte diario, a lomos de mulos y burros, del pan recién horneado a la capital. Se quemaba todo aquello que no tenía cabida en el hogar de la chimenea o en la boquilla del horno moruno: serones, aparejos,... En las fechas previas, los niños y mozalbetes salíamos al campo a cortar zarzas de los bordes de los caminos que atábamos con cuerdas y arrastrábamos hasta colocarlas donde arderían junto a los capachos.
Esta tradición continúa en la actualidad. No hay capachos que quemar, pero sí ramas y leña procedentes de la poda. Las rosetas han sido sustituidas por carne a la brasa y la gaseosa por otras bebidas.
Una sencilla manera de compartir, de fomentar la convivencia vecinal con el esfuerzo y el trabajo de todos. Las tradiciones deben perdurar, ellas han configurado lo que somos como pueblo. Las formas cambian pero la esencia permanece.

 

 

 

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