Personajes del ayer: Paquito

No todo el que muere permanece en el olvido. Hay personas que perduran en el tiempo, aunque su ausencia física se haya desdibujado con el paso de los años. Personas sin gran relevancia en tu vida, pero, que de una forma u otra han dejado su huella, su impronta, a veces anecdótica.

Recordar el pasado es recordar a tus seres queridos, a los que realmente marcaron tu vida: padres, abuelos, tíos, amigos y conocidos. Entre unos y otros modelaron nuestro ser, nuestra personalidad, nuestro carácter.

Hechos, lugares, fechas, dichos, ilusiones, desengaños… Todo influye, todo forja, todo crea. Nuestra vida es eso: un todo.

Al ir desgranando los diferentes hechos que te ha tocado vivir, al aventar los recuerdos, hay algunos que, sin saber por qué, se hacen recurrentes y están presentes en los momentos más insospechados. Entre éstos se cuelan algunos personajes cuyo único mérito es formar parte, como una pieza más, del inmenso puzle que es tu vida. Piezas de difícil encaje, pero piezas al fin y al cabo. Personas de las que, en muchos casos, ignoras sus nombres, sus apellidos, su historia, pero que, en un determinado momento determinado de tu existencia, sin saberlo, pulsaron la tecla adecuada y dejaron esa pequeña huella.

Algunos fueron conocidos por su extravagancia, por su forma peculiar de entender la vida, por sus circunstancias personales y sociales. Dramas, locuras, idioteces, borracheras, incomprensión, desprecio, burla, maldad, ignorancia, desarraigo, soledad… marcaron su triste existencia. Apodos tan denigrantes como el de el tonto del pueblo, el loco o el borracho. Bromas pesadas, risas, denigración, por parte de una sociedad cruel con los débiles y desamparados.

Vienen a mi recuerdo personas que, en su momento fueron populares en el pueblo. Víctimas, en la mayoría de los casos de la incomprensión, del abandono, de la injusticia social de la época. Habría que remontarse a treinta, cuarenta o cincuenta años atrás para recordar a Patitos, a Cabeza Gorda o a Hita. Así se les conocía. Tres vidas, tres circunstancias, tres personajes que responden a los estereotipos mencionados con anterioridad.

Francisco Sánchez Orantes, creo que se llamaba así, conocido como Paquito, Patito o Patitos, nació, creció, vivió y murió en la calle Molinos, en la que transcurrió mi infancia. Hijo de la Niña Rafaela. Huérfano de padre. Nacido en la inmediata posguerra, tuvo, como otros muchos, una infancia dura, difícil, donde la escasez, la falta de medios económicos y las circunstancias personales, familiares y sociales le obligaron a vivir prácticamente de la caridad. Su enfermedad mental, su retraso, no le impedía desenvolverse con cierta soltura, a su manera, y sobrevivir con su peculiar gracia, con su lenguaje entrecortado y particular forma de entender la vida.

Era un mandadero de primera. Hacía los encargos que le encomendaban a la perfección. Conocía a todo el pueblo y sabía quién vivía en cada casa. En general era querido y respetado, aunque no faltaba algún energúmeno que le faltase el respeto y se burlase de él. Sabía a qué puertas llamar para que nunca le faltase, si no un plato, al menos un buen canto de pan o media hogaza, acompañada de lo que encartase: tocino, carne, morcilla, embutidos… Buen apetito sí que tenía y a fe que lo saciaba con creces. Nunca rechazaba un bocadillo, fuese a la hora que fuese. Acompañaba su peculiar yantar con uno o dos vasos de vino. Cuando alguien le preguntaba:

         -  ¿Cómo quieres el vaso de vino? ¿Blanco o tinto? Su respuesta, invariablemente era la misma:

        - -  ¡Grande! Se bebía el vaso al tirón, casi sin respirar. Si tenía confianza con quien lo invitaba, pedía que le echase otro.

          - Paquito, ¿Conoces a éste? Le preguntábamos a veces. Con palabras entrecortadas y atropelladas, daba pelos y señales del aludido. Hasta de su filiación materna o paterna. De mí decía siempre:

          Este es el niño de la Mercedes, la peinaora, y vive en la calle Molinos, en la casa de Gregorio y Frasquita.

     Totalmente analfabeto siempre daba respuesta correcta a determinadas preguntas. Asistía a todos los entierros. En el cementerio contestaba siempre de forma acertada quién estaba enterrado en cada tumba. Prodigiosa memoria la suya.Su imagen corporal era desaliñada. Medio imberbe. Sólo de vez en cuando se entreveía en su rostro un bigotillo y una perilla de varios días sin afeitar. Los domingos y festivos su madre solía lavarlo, arreglarlo y ponerle ropa limpia. Estaba presente en todos los eventos populares, abría la marcha en las procesiones, ya fuesen patronales o de Semana Santa, en los pasacalles… Cuando la banda de música daba un concierto allí estaba Paquito, imitando los gestos del maestro, imaginaba qué él era el director repitiendo los movimientos que el otro realizaba con la batuta.

En general su vida fue apacible. Al faltarle su madre, que constituía su sostén y soporte, marchó a vivir con su hermano a otro pueblo. Regresó pocos años después enfermo y envejecido. Había perdido el vigor que demostró durante su juventud. Falleció con unos sesenta años. La banda de música, a la que tantas veces había acompañado, le realizó un particular homenaje el día de su entierro. Acompañó a su féretro camino de la iglesia interpretando una marcha fúnebre y alguna composición, de las que tanto le gustaban. Pocos alfacareños han disfrutado de este privilegio. Paquito se lo merecía. 

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