MIS MAESTROS DE LA INFANCIA

Pisé por primera vez una escuela, recién cumplidos los seis años. Allá por el mes de septiembre de mil novecientos sesenta y uno. Hasta entonces mi vida había transcurrido lúdica y apaciblemente. Vivíamos en la calle Molinos, en la misma casa que mis abuelos paternos. Una parte era habitada por ellos y la otra por mis padres, mis hermanos y yo. Siempre he pensado que fue una suerte tenerlos tan cerca. Vivero de sabiduría, experiencia, dedicación y bondad. La casa era grande y disponía de muchos espacios donde jugar y dar rienda suelta a mi imaginación. El patio, con su enorme higuera, la azotea, tan soleada y amplia. El horno moruno, donde ya no se amasaba, y te brindaba espacio para juegos entre tablas y artesones. La leñera, donde no faltaban los más diversos utensilios olvidados, refugio de gatos y testigo de más de una trastada cometida por mí. La cuadra donde nunca faltaron dos cabras, que había que ordeñar cada noche, conejos, gallinas... Pero el lugar por excelencia de mis juegos era la calle. Eramos niños callejeros, en el buen sentido. Ésta no ofrecía ninguno de los peligros que ofrece ahora. Bueno..., sí. Alguno había. Podías ser atropellado por algún mulo, como estuvo a punto de ocurrirme una vez, con el de Paco el Carlino, nuestro vecino, que tenía su cuadra justo en frente de la entrada de casa. Qué cantidad y variedad tan enorme de juegos se practicaban en aquella época. De algunos tengo vagos recuerdos, en otros participé con más asiduidad. Todavía no jugábamos al fútbol. La televisión no había llegado aún, pero estaba la radio. Una enorme Telekunken que había comprado mi padre. Son muchas las baladas y canciones de entonces, que, cuando las oigo, parecen transportarme a otra época. En las noches de verano los vecinos salían a tomar el fresco en la calle. Sacaban sillas y formaban corros donde se hablaba de todo. Buen clima de convivencia vecinal, con algún que otro chismorreo.

 

Con este bagaje, ingresé en la escuela de Don Joaquín, un veterano maestro. Bueno, afable, cordial, cercano. Con él inicié mi formación académica, aprendí  los rudimentos de la lectura, escritura y primeros números. Las clases eran amenas. Los más de treinta niños, con edades comprendidas entre los seis y ocho años, escuchábamos embelesados las historias y cuentos qué éste nos contaba.

 

El local que ocupaba la escuela era el antiguo ayuntamiento. Allí se ubicaban también la academia de música, cerrada por aquel entonces, el calabozo del pueblo y la escuela de Don José Medina, a la que asistían los mayores. La edificación era antigua, no contaba con ningún tipo de comodidad, ni aseos, ni servicios. En las frías mañanas de invierno nos calentábamos las manos bajo la mesa del maestro, en una pequeña y artesanal estufa eléctrica. Si tenías sed pedías permiso al maestro y salías a la calle a beber agua en la fuente de la plaza. Si se presentaban otras necesidades fisiológicas, el problema era mayor. O bien orinabas en la calle o te ibas a hacerlo en los Callejones Bajos. Si vivías cerca, como era mi caso, podías hacerlo en casa.

 

Un día de noviembre el maestro nos contó que habían asesinado a Kennedy, el presidente de los Estados Unidos. Muchos nos preguntamos quién era ese hombre y dónde estaban esos estados. Un compañero comentó que lo había visto en su casa por la televisión. ¿Y eso qué es?, preguntó otro. La inmensa mayoría no teníamos ni idea de lo que era eso de la televisión. Los más entendidos explicaron en qué consistía dicho invento, lo que generó un debate. La única conclusión que saqué es que era como una especie de cajón donde se veían cosas, como en el cine.

 

Don Joaquín era un gran aficionado a la carpintería. En su casa disponía de un banco de carpintero, con sus correspondientes herramientas. Entre otras cosas, fabricaba jaulas para conejos,a los que criaba, con la hierba que algunos niños recogían en el campo en sus ratos libres. También era un gran aficionado a la caza, de lo que supo sacar provecho para inventarse alguna que otra aventura, que luego nos contaba con teatral estilo. Nunca lo vi enfadado y sabía resolver los conflictos con facilidad, con buenas palabras y mano izquierda.

 

Pasados unos dos años, ingresé en la escuela de Don José Medina, que se encontraba enclavada en el mismo edificio, un par de habitaciones más abajo, en el antiguo ayuntamiento. Allí convivían y aprendían niños cuyas edades oscilaban entre los ocho y los quince o dieciséis años.

 

La tasa de abandono escolar y de analfabetismo era muy alta en aquella época. Muchos abandonaban la escuela en edad muy temprana para integrarse en la vida laboral como aprendices o peones. Unos, en los tejares de Jun, otros, los más afortunados, si puede llamarse así, ayudando en el repartido de pan. Los había que, a media mañana, salían de la escuela para llevarles el almuerzo a sus padres o hermanos mayores. E incluso había algún hijo de panadero que solo venía a la escuela por las tardes. Pocos, muy pocos, fueron los que con nueve años realizaron el examen de ingreso, para estudiar en el instituto o en una escuela de formación profesional de la capital.

 

Dadas las características del alumnado, su extracción social, los medios materiales de los que se disponía, la ratio elevada y la diversidad de niveles impartidos por cada maestro la labor educativa era encomiable, grandiosa. Esas generaciones de maestros que durante décadas realizaron su trabajo en zonas rurales merecen un monumento. A partir de los años sesenta se intensificó la construcción de nuevas escuelas y a sustituir aquellos vetustos e inadecuados caserones por construcciones dignas y acordes. Algunas unidades escolares que he conocido aquí en el pueblo databan de los tiempos de la dictadura de Primo de Rivera.

 

El gran cambio educativo tuvo su origen en el año 71. A partir de ese momento, los repetidos cambios y reformas no han cesado hasta la actualidad.

 

Dejando a un lado las connotaciones religiosas y políticas, que las había, y muy acusadas, he de confesar que no me fue nada mal. Aprendí, y mucho, con Don José Medina, a pesar de la fama, un tanto injusta, que le perseguía. Hombre de profundas convicciones religiosas, de fina e incomprendida ironía. Cabal, meticuloso, bonachón las más de las veces. Irascible otras, las menos. Las tareas en clase eran rutinarias, pero eficaces, para quien quería aprender. A diario trabajábamos las materias instrumentales. Aspectos tan básicos como la lectura, la escritura, el cálculo y la resolución de problemas eran tratados de forma metódica y continua. La Enciclopedia Álvarez era nuestro sostén. Yo superé los tres grados. Un par de días a la semana utilizábamos como libro de lectura el Quijote. Formábamos un semicírculo frente al maestro y nos íbamos turnando para leer en voz alta las aventuras del Ingenioso Hidalgo. Al menos, cuando terminamos nuestra etapa escolar con Don José, poseíamos un conocimiento de la obra de Cervantes superior al de muchos alumnos actuales al finalizar la educación primaria.

 

Semanalmente realizábamos dictados, redacciones y análisis morfológico. Conocíamos las partes de la gramática. Aunque de forma cantada y monótona, nos sabíamos los verbos haber, ser, amar, temer y partir. Aún no los he olvidado. No aprendí sintaxis, lo del sujeto y el predicado vino después. Lo qué si conocía perfectamente era el sustantivo, con todas sus clases, el adjetivo, con sus grados, los artículos, pronombres, verbos, adverbios, conjunciones e interjecciones.

 

Aparte de las cuatro reglas (suma, resta, multiplicación y división), hacíamos nuestros pinitos con la raíz cuadrada, e incluso, los más aventajados, con la raíz cúbica. El cálculo con decimales no tenía secretos para nosotros, ni el sistema métrico decimal. Lo de deca, hecto, kilo, deci, centi y mili no nos sonaba a chino. Reducíamos de complejo a incomplejo unidades de capacidad, longitud, masa, superficie y volumen. Los más avezados realizaban problemas de regla de tres simple y compuesta, tanto por ciento, interés simple y repartos proporcionales.

 

Durante muchos años he impartido matemáticas, tanto en Educación General Básica como en el primer ciclo de la ESO. Todos estos conceptos los aprendí en la escuela de Don José, muchas veces guiado y ayudado por alumnos mayores que yo.

 

Semanalmente nos situábamos frente al mapa, unas veces el de España, otras el de Europa, Asia o América. Localizábamos ríos, montañas, cordilleras, cabos, golfos, capitales, países,...

 

Nos impartía nociones de historia de España, historia sagrada y ciencias naturales. Sabíamos distinguir un mamífero de un ave, o de un reptil, entre otras cosas porque casi los veíamos a diario. Muy primitivo todo, muy elemental, pero sumamente útil y eficaz.

 

Los castigos físicos existían. El palmetazo en la mano o el varillazo en las nalgas era lo más habitual. Se aceptaba y toleraba como cosa normal. Hoy es impensable recurrir a tales métodos.

 

En aquella escuela se rezaba, y mucho, demasiado. Tanto al entrar como al salir. El mes de mayo era excesivo con sus flores a María. Al despedirnos en la tarde solíamos salir cantando cada día, el Viva Cristo Rey, que algunos, irónicamente, cambiaban por un viva el niño rey. Se cantaban canciones populares tradicionales españolas como el Asturias patria querida, los carboneros, el ya se van los pastores, la pobre viejecita, eres alta y delgada, ... También se cantaban a diario canciones de índole político, como el himno nacional, con la letra de José María Pemán, el Oriamendi o el Cara al Sol.

 

Si en mayo querías hacer rabona, lo tenías fácil. Te ibas con algunos compañeros, a la salida del recreo a buscar gayumbas y regresabas pocos minutos antes de la hora de la salida. El ramito de flores hacia que te fuese perdonado el desliz. Acababas yendo a la fuente de la plaza a por un jarro de agua para poner las flores ante el altarico de la Virgen.

 

Estos fueron los pros y los contras de mi educación primaria, fruto del momento histórico en que me tocó vivir. Algunos lo llaman nacional catolicismo.

 

Que una sola persona,con un grupo tan variopinto de alumnos, sin medios ni recursos, consiguiese que aprendieses lo más rudimentario ya es un éxito. Al margen de ideologías, eran personas de auténtica vocación. Hombres y mujeres entregados a un trabajo, con convicción y escaso sueldo. Todavía se escuchaba aquello tan manido de:”Tienes más hambre que un maestro de escuela”. Los que yo he conocido fueron personas muy dignas y grandes profesionales.

 

Gracias a ellos, maestros, en el mejor y más amplio sentido de la palabra. Gracias a su esfuerzo, a su trabajo, a su entrega y ejemplo muchos aprendimos a amar a la escuela. En ellos vi que educar y enseñar es, más que dar, darse, entregarse, sin esperar nada a cambio.

 

Yo también quise ser maestro, desde pequeño quería ser como ellos. Próximo ya a finalizar mi magisterio, después de más de treinta y cinco años de profesión, no los he olvidado. Ellos me marcaron el camino. Me queda una pequeña esperanza, una pequeña ilusión: que alguien me recuerde algún día, como yo los he recordado y los sigo recordando.

 

Mi reconocimiento y gratitud para ellos, por ser los primeros, y para los que vinieron después.

 

¡Gracias, Don Joaquín! ¡Gracias, Don José!

 

 

 

Alfacar, enero del 2016

 

 

 Juan Evangelista Molero Hita

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