PAISAJES Y RECUERDOS

 

Amanece. Los primeros fríos otoñales producen escalofríos. Cuesta trabajo desperezarse y dar los primeros pasos. Una ducha rápida, un frugal desayuno. Preparo el ligero equipaje. Lo imprescindible para pasar parte del día en la montaña, en plena naturaleza. Mochila, con un bocadillo, una botella de agua mineral, fruta y algunas nueces. Bastón, a veces tan necesario y útil, cámara fotográfica, prismáticos, navaja y, … poco más. El viaje es corto, apenas una veintena de kilómetros. Atrás quedan las últimas casas del pueblo. Lo último que vislumbro es la ermita del santo patrón y el cementerio, lugar donde reposan los restos de la mayor parte de mis seres más queridos y que visito alguna que otra vez, con devoción y recogimiento.

La autovía comienza a empinarse. Tras varios minutos de constante subida corono por fin el puerto. Tomo un desvío y aparco el coche a la sombra de un vetusto y enorme pino. No llevo un destino preconcebido. Me dejo llevar sin itinerario definido. Una pequeña vereda se adentra en el bosque y, poco a poco, se va desdibujando hasta desaparecer. Entre los pinos vislumbro los restos, las reliquias de lo que antaño fue un bosque mediterráneo. Alguna encina solitaria, chaparros, quejigos, robles, acebuches, espinos majoletos o majuelos, con sus pequeños y rojos frutos comestibles, de textura harinosa y cuyo sabor recuerda al de la manzana, Dichos frutos maduran a finales del verano y en pleno otoño aún pueden encontrarse, a pesar de que el arbusto ha perdido la mayoría de sus hojas simples, hendidas y con lóbulos. Las ramas más jóvenes poseen cortas y fuertes espinas, lo que te obliga a andar con cuidado.

El terreno es calcáreo, a veces pedregoso. Irregular, con poca humedad. La masa forestal no es uniforme. Allí donde el bosque es más denso, entre la hojarasca y las aciculadas hojas de los pinos asoma el sombrero de algún que otro hongo, como boletus, níscalos, lepistas, macro lepiotas y otros muchos que son desconocidos para mí. El otoño no ha sido muy lluvioso, por lo que ésta no es una buena temporada para la recolección de setas. En el sotobosque, aparte del majuelo, es frecuente encontrar donde abundan las jaras y el espliego, con su aroma característico. Tomo fotos. Aguzo el oído e intento discernir el canto de las diferentes especies de pájaros. Un toc-toc seco y pertinente indica la cercanía de un pájaro carpintero. Jóvenes piñas totalmente roídas son la señal inequívoca de la presencia de ardillas en los pinos. Algunas huellas recientes señalan el paso de alguna cabra e incluso del jabalí. La hojarasca removida por el hocico del animal buscando raíces y bellotas dice a las claras cuál es su régimen alimentario.

De forma casi inesperada, el bosque desaparece y ante mi vista se extiende un amplio y ondulado prado. Las hierbas resecas ya, dejan entrever algún agostado cardo. Excrementos de oveja, vaca y cabra ponen de manifiesto la actividad pastoril de la zona. El cielo, de un azul intenso, totalmente despejado, sin un atisbo de nubes que puedan empañar la jornada. El sonido de un cencerro avisa de la proximidad de la manada. Al fondo del prado, blanqueando, delante de otro pinar, resaltan los restos de una antigua edificación, lo que antaño fue un cortijo. La antigua vivienda hoy sirve de almacén de alpacas y pienso para el ganado. Las cuadras vacías esperan la llegada del ocaso del día, para verse pobladas de un bullicioso grupo de cabras y ovejas. Miles de insectos vuelan casi a ras del suelo. A cada paso, decenas de pequeños saltamontes inician un corto vuelo para alejarse. Más que volar, hacen honor a su nombre y se retiran como diminutos saltimbanquis impulsados por sus largas patas traseras y extendiendo sus alas en un torpe remedo de volada. Las hormigas, hacendosas y constantes, se afanan por almacenar granos y semillas de cara al próximo invierno.

De vez en cuando, algún champiñón silvestre invita a su recolección. Me limito a fotografiarlos.

Me adentro de nuevo en el bosque y elijo una roca solitaria como lugar de descanso. Calmo la sed y el hambre. Enciendo un cigarrillo y dejo que los recuerdos afloren a mi mente. Más de cincuenta años hace que subí por vez primera a la Sierra de la Alfaguara, Las catequistas nos llevaron de excursión a los niños y niñas del catecismo, bajo la atenta supervisión del cura párroco y de su coadjutor. Juegos, carreras, concursos, canciones… Al atardecer venía lo peor, lo más duro de la jornada: el regreso. A pesar del cansancio acumulado a lo largo de un día de plena actividad física, se imponía la vuelta a casa. Ahora con menos entusiasmo que en la mañana. A Casa llegué ya anochecido. Exhausto, rendido y dolorido por la caminata y los juegos.

Otro año, el paseo fue aún más largo y marchamos a pasar el día a los alrededores del antiguo sanatorio antituberculoso de la Alfaguara. En la actualidad se le conoce como el sanatorio de doña Berta y es una ruina, gracias a la negligencia y abandono de las autoridades que no supieron preservarlo. El vandalismo y la rapiña de algunos lugareños lo ha llevado a la situación en la que se encuentra en el día de hoy. En aquella ocasión el edificio de encontraba todavía intacto. No había enfermos ya, Los avances de la medicina y, sobre todo, el descubrimiento de los antibióticos hizo posible que la tuberculosis se curase de forma más eficaz, por lo que este tipo de centros fue cayendo en desuso. Su fundadora, doña Berta, falleció en mil novecientos treinta y cuatro. Tuve ocasión de conocer a su sucesora, doña Elena, en la dirección y cuidado del hospital. Era ésta una señora ya mayor, de origen alemán, con aspecto de vieja dama, apacible y amena. Elegante y de aspecto bien cuidado. Sólo recuerdo sus cabellos blancos y su porte digno y cansado. Permitió que un grupo de chavales y chavalas visitásemos el lugar, o parte de él. En aquella época nadie hablaba de apariciones, ni del fantasma de su predecesora, tan famoso en la actualidad, gracias a los estudiosos de temas paranormales.

Algunas anécdotas no se olvidan. Como buenos cristianos que pretendían que fuésemos, no podíamos faltar a la misa que allí mismo ofició el párroco don Eduardo Yáñez Marín. Como era normal en aquella época, en los momentos previos a la misa, se hicieron confesiones. A falta de confesionario, de silla o algo parecido, don Eduardo, el viejo cura, se sentó en el aparejo del burro de Pepico el Colorín, a la sombra de un pino daba la absolución a quien se acercaba a que sus pecados le fuesen perdonados. Los niños corríamos y jugábamos entre los pinos. Alguna que otra piña nos arrojamos unos a otros. Las niñas saltaban a la comba, cantando canciones que, por desgracia, han caído en el olvido. En aquella época, años sesenta del siglo XX la separación por sexo era estricta. En la escuela, en la iglesia y hasta en los juegos. “Los niños con los niños y las niñas con las niñas”, se solía decir.

El olor a pino y resina era intenso por todo el bosque. Aún existían los resineros, que se encargaban de recoger la resina que producían los pinos. A la hora del regreso tuve suerte. En el Prado de la Casilla se encontraba el camión de Pepe el de Ángeles. Algunos de los más pequeños fuimos aupados e hicimos el camino de vuelta subidos en el camión, lo que también constituyó una experiencia nueva. El regreso fue más descansado, pues nos apearon en la puerta del cine, que constituía el punto de reunión y de despedida.

Otro verano, con ocho o nueve años, contemplé atónito todo el Prado de la Casilla poblado de tiendas de campaña. Bueno, la verdad es que el enterado de turno dijo que así se llamaban. Dichas tiendas eran habitadas por unos jóvenes a los que llamaban flechas. El prado durante el verano era utilizado por la OJE para realizar el él diferentes turnos de acampadas. El ayuntamiento lo había cedido después de la Guerra Civil al Frente de Juventudes por un periodo de noventa años. En algunas personas del pueblo causaban admiración, sin embargo, en otras, se denotaba desdén y rechazo. La Organización Juvenil Española, antiguo Frente de Juventudes, era, por llamarlo de alguna manera, la rama juvenil de la Falange Española Tradicionalista y de las JONS, donde se adoctrinaba en los principios del Movimiento Nacional, aparte de otro tipo de actividades culturales y deportivas a los jóvenes que se inscribían en ella. Con un gran candor y deslumbrado por la uniformidad y estilo de vida de aquellos jóvenes, pedí a mi padre que me apuntase, que yo también quería ser flecha. Pocas veces en mi vida he recibido un no tan rotundo como el que recibí por parte de mi progenitor. No me dio explicaciones, ni yo volví a insistir. Sólo dijo que ya me enteraría de quienes eran y qué representaban. Y vaya si me enteré. Las niñas de la Sección Femenina de la Falange, no hacían turnos de campamento, como tales, Ellas realizaban sus actividades en el albergue de Víznar. Regido en la actualidad, al igual que el campamento de la Alfaguara, por la Junta de Andalucía.

A medida que fui creciendo me iba enterando de ciertas cosas que habían ocurrido hacía algunos años durante la Guerra Civil. Por aquellas fechas era un tema casi tabú, la gente hablaba con miedo de estos temas, y casi en susurro. Utilizando medias palabras y eufemismos, casi nadie se atrevía a expresar abiertamente sus convicciones políticas, salvo los fervientes seguidores del régimen, que los había. Por lo general la gente era discreta. A veces lograbas hilar alguna que otra conversación. Así, por ejemplo, me enteré de que allí arriba habían matado a García Lorca, que fulano o zutano había estado en la cárcel porque había sido rojo, que menganico había sido falangista, que muchos de mis tíos, e incluso mi propio padre, habían estado en la guerra. Alguna que otra vez, en casa, mi padre hablaba de ello, pero sin ningún entusiasmo y demostrando siempre su animadversión al régimen de Franco. A papá lo movilizaron con dieciocho años recién cumplidos. El mismo día de su cumpleaños llamaron a casa de mi abuelo para que al día siguiente se presentase en el Ayuntamiento. Imagino la cara que pondría mi abuela que ya tenía a tres hijos y a tres yernos en el frente. Pertenecía a la quinta del cuarenta y uno, que fue conocida como quinta del biberón. Esto ocurrió el veintisiete de diciembre de mil novecientos treinta y ocho. En la guerra propiamente dicha estuvo apenas cuatro meses, pero vivió con toda su intensidad la posguerra. Finalizada la contienda, la mayor parte de los soldados del bando nacional fueron licenciados, los del bando republicano, o estaban en el exilio, o poblaban las numerosas cárceles y campos habilitados para ellos. Permaneció en filas siete años, hasta el año cuarenta y cinco, en el que terminó la segunda guerra mundial. ¡Siete años de mili! En durísimas condiciones, movilizado y con muchas carencias y hambre. La época más difícil y dura de la posguerra. Al principio lo encuadraron en Falange, posteriormente pasó al ejército. Recorrió, ya al final de la contienda los frentes de Córdoba y La Mancha. Estuvo destinado en Badajoz, ignoro en qué regimiento o división. Allí le toco hacer guardias en la cárcel de esa ciudad, totalmente abarrotada, Fue testigo de las condiciones en que vivían aquellos hombres. En alguna ocasión me habló de las descargas que se escuchaban al amanecer. Posteriormente fue destinado a Granada, donde pasó el resto de la mili. Allí se originó su animadversión y repulsión al franquismo, que mantuvo hasta la muerte de Francisco Franco. Le habían robado siete años de su vida y fue testigo de hechos y acciones con los que no estaba de acuerdo. Fue un socialista convencido hasta su muerte.

Muchas familias del pueblo tenían costumbre de celebrar el dieciocho de julio, aniversario del comienzo de la guerra civil, yendo a pasar uno o varios días, en la Alfaguara, Mi padre nunca consintió en ir por aquella fecha. Sí, en cambio, el quince de agosto solía llevarnos a Fuente Grande. Una vez en que estábamos pasando el día en el pinar donde en la actualidad hay instalados diferentes aparatos gimnásticos y deportivos, señaló con el dedo hacia el lugar en que con posterioridad construyeron el parque García Lorca y me dijo:

- Niño. Eso que ves ahí en frente es un cementerio. Ahí hay enterrados muchos hombres.

Mi madre le reprochó el que me dijera eso. Siempre rehuía hablar de esos temas. Con el paso de los años se ha removido esa zona buscando los restos de Federico y sus compañeros de infortunio. No encontraron nada, pero me consta que cuando se empezó a construir el parque sí que se encontraron restos humanos. Hay quien afirma que los metieron en un saco y los llevaron al cementerio de Alfacar. Otros afirman que fueron depositados en un lugar concreto del parque. No se identificaron y el tema se llevó con cierto secretismo. Siempre defendió que a Federico no lo mataron ni lo enterraron en el lugar donde se ha supuesto que estaba durante muchos años. Ahora se buscan sus restos por otro lugar, no muy lejanos de donde, según él están en realidad. Se basaba en una información que le dio un señor de Víznar que trabajaba en la fábrica de pólvoras de El Fargue. Me dio el nombre, pero, lamentablemente no lo recuerdo. Le contó este señor que lo fusilaron, con tres más, un poco más arriba de donde actualmente está la fosa principal del Barranco de Víznar. Siguiendo el barranco hacia la derecha, junto a unas junqueras. Supuestamente, este hombre habría participado en su enterramiento. Después de ser licenciado, mi padre ingresó en Construcciones Militares, cuando estaban construyendo la parte nueva de la fábrica, Durante muchos años fue guarda nocturno de dichas obras. De ahí su amistad y relación con el señor que le dio esa información.

Terminado el pequeño descanso prosigo mi caminar. Poco a poco el ruido de motores y vehículos indica la proximidad de la autovía, así que inicio el regreso. Sin prisas, dejo aflorar de nuevo los recuerdos de mi infancia y adolescencia, Esta vez me sitúo en el verano del sesenta y nueve. Me tocó vivir muy de cerca las vicisitudes y experiencias del campamento de la Alfaguara.

Por problemas de salud, mi tío Gregorio, hermano mayor de mi padre, pasaba los veranos en la casilla que el ayuntamiento poseía en aquel lugar, justo donde en la actualidad se encuentra el restaurante. Junto al campamento montaba una cantina. Allí vendía un poco de todo: vino, cerveza, tabaco, refrescos, chucherías, sobres y sellos para las cartas,,, Su clientela la componían fundamentalmente, los componentes de los distintos turnos y otras personas del pueblo que iban a pasar allí el día o a trabajar. Yo estaba allí para ayudar a mis tíos. Por las noches dormía en una tienda de campaña que le habían cedido los del campamento. Para mí supuso una grata experiencia vivir aquellos dos meses en tales condiciones. En los ratos libres contemplaba las actividades que allí realizaban y hasta en alguna ocasión me invitaron a participar en ellas, como uno más de los allí acampados, De ahí proviene mi afición al camping, de la que tanto hemos disfrutado con posterioridad mi mujer y mis hijos.

El primer turno lo realizaron los estudiantes de magisterio. Era obligatorio que los futuros maestros realizasen estos campamentos, donde aparte de la formación política, ejecutaban ejercicios físicos, marchas, deportes, competiciones, manualidades... Todo en un ambiente paramilitar, con toques de corneta incluidos. Los siguientes turnos, hasta el final del verano los efectuaban los jóvenes de la OJE, con actividades parecidas. Se les adoctrinaba en los principios y valores de la Falange y del Movimiento Nacional. Al fin comprendí el porqué de la rotunda negativa que me dio mi padre años antes. Entendí algunas cosas que ignoraba a mis catorce años. Entablé cierta relación amistosa con un personaje muy singular que allí se encontraba, Se llamaba Mariano. Todos afirmaban que no estaba bien de la cabeza. Decía que era camisa vieja de Falange, y que pertenecía a la Guardia de Franco. En mil novecientos cuarenta y uno marchó voluntario a Rusia, a combatir en la División Azul. Allí fue hecho prisionero y pasó varios años cautivo en un campo de concentración. Las privaciones y sufrimientos padecidos allí hicieron mella en su personalidad. Lo trataban con simpatía, pero nadie lo tomaba demasiado en serio. A veces era el blanco de numerosas bromas por parte de unos y otros. Desempeñaba numerosas funciones, una especie de recadero, de ordenanza a quien a veces le encomendaban las tareas más desagradables, como el cuidado y limpieza de las letrinas. En plan confidencial me confesó en una ocasión que los jefes le tenían envidia, porque era más falangista que ellos. Cuando alguien le pedía que hablase en ruso, su respuesta era casi siempre la misma:

- “Tasca pa to quisqui”.

Lo volví a ver con su camisa azul y su mochila al hombro al cabo de unos meses en plena Gran Vía de Granada. Marchaba de prisa y, como siempre, con mirada ausente y semblante triste. Nunca he vuelto a tener noticias de él.

Los últimos días del verano los pasé trabajando de peón en la construcción. Pepico y Rafalillo, los hijos de Vicentico, nuestro vecino en la calle Molinos, necesitaban un peón y me avisaron para que trabajase con ellos mientras comenzaba el curso.

Por aquellas fechas me vino aprobada la solicitud de ingreso en las Universidades Laborales, en concreto en la de Córdoba. Aquello constituyó un auténtico dilema familiar. Había que elegir entre continuar mis estudios en las Escuelas Profesionales del Ave María, donde ya había cursado dos años, y disfrutaba de una beca que aquel curso ascendería a doce mil pesetas o marcharme a la Universidad Laboral de Córdoba. Allí la cuantía se estimaba en sesenta mil pesetas. Con ellas se costeaba el internado, los libros, la ropa de vestir, el material escolar, el deportivo y los viajes. Prácticamente todo. Luego resultó ser algo menos, pues en aquel curso que comenzaba dejaron de proporcionar la ropa de calle y los zapatos. Mi madre se asesoró con numerosas personas. Se enteró de que dicha universidad estaba regida por los padres dominicos y, ni corta ni perezosa se dirigió al convento de Santo Domingo del Realejo, para que le diesen información. Por suerte se encontraba allí de paso un padre dominico que era director de uno de los colegios de la laboral, el padre Santiago Hoces. Este la recibió y, como es lógico, le habló muy bien de la institución. La puso en contacto con una familia de Granada que tenía un hijo estudiando allí. Así que marchó hacia la Chana en busca de la familia de José Antonio Zurita.

Convencidos mis padres de que allí obtendría una mejor preparación y formación, autorizaron mi ida a Córdoba. El poco dinero ganado en la obra sirvió de ayuda para comprarme las cosas mas imprescindibles: ropa interior, toallas, calcetines, pijamas y útiles de aseo, entre ellos mi primera maquinilla de afeitar.

El día ocho de octubre de mil novecientos sesenta y nueve partí para la ciudad de Córdoba. A las seis y media de la mañana mis padre y yo nos encontrábamos en la estación de la Alsina Graells en el camino de Ronda. El autobús salía a las siete de la mañana. Tuve ocasión de conocer a otros muchachos que partían con el mismos destino que yo, entre ellos al citado José Antonio Zurita y a otros, que como José Carlos García Ríos, fueron compañeros de clase durante varios años.

Una vez en Córdoba, tras un viaje de cinco horas y media de duración, con innumerables paradas a lo largo del recorrido, nos dirigimos hacia la Plaza de Colón, junto al Palacio de la Diputación. Al igual que nosotros, varias decenas de muchachos, inquietos y nerviosos unos, sonrientes otros, esperamos a que nos recogiese el autobús que nos conduciría a La Universidad Laboral Onésimo Redondo. El trayecto apenas duró media hora. Siete kilómetros de recorrido por la antigua carretera general que conducía hasta Madrid. Pasada la fábrica de cervezas Cruzcampo, un pequeño desvío a la derecha, cruzamos un puente sobre la carretera general y desembocamos en lo que, a partir de entonces ,constituiría un punto de referencia para mí: los jardines con la fuente, el estanque y la estatua de San José Obrero, la moderna iglesia, con su alta torre coronada por una cruz y el Paraninfo. El autobús giró y paró justo por encima del teatro griego. Con paso torpe y casi arrastrando la pesada maleta quedé desconcertado, sin saber qué hacer ni a donde ir. Frente a nosotros se extendía otra explanada con un estanque en el centro. Seis edificios, tres a cada lado, idénticos en su estructura, con forma de cruz y tres o cuatro plantas de altura e infinidad de ventanas, señalaban cuáles iban a ser nuestros lugares de residencia. Allí vi al primer fraile dominico con su hábito blanco. Los veteranos, con paso decidido, se dirigieron a sus respectivos colegios. A los nuevos nos fueron preguntando qué íbamos a estudiar, y nos encaminaron a los nuestros. José Antonio Zurita, se convirtió en una especie de mentor y guía que constituyó una gran ayuda en medio de aquel pequeño caos de indefinición, despiste, ansiedad y nerviosismo. Gracias a él todo resultó más fácil. Sus orientaciones y consejos fueron de un valor estimable. Él era alumno del Colegio Gran Capitán. Estudiaba maestría industrial. Yo que iba a estudiar oficialía industrial, fui destinado al colegio Juan de Mena. Aquel día dio comienzo una nueva etapa de mi vida, la más importante y trascendental hasta el momento. Una etapa que tuvo una duración de cinco años, en la que adquirí una formación académica y profesional de primer orden. Allí aprendí lo que es la convivencia, el compañerismo, el estudio, el esfuerzo, el trabajo compartido y tantos y tantos valores que han marcado mi vida. Pero este es otro capítulo aún por escribir. Sin apenas darme cuenta, inmerso en mis pensamientos, regreso al lugar donde había dejado aparcado el coche. Es mediodía. Emprendo el viaje de regreso con una idea fija: dejar constancia escrita de mis experiencias, de mis vivencias y de mis recuerdos, ahora que aún permanecen frescos en mi memoria.

Alfacar, noviembre de 2015

Juan Evangelista Molero Hita

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Comentarios: 1
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    Fam